domingo, 30 de enero de 2011

ANTONIO MUÑOZ MOLINA. REPORTAJE EL PAÍS.



20 años, 20 lecciones

La lectura enseña tanto como el ejercicio de la escritura. Una celebración como la presente puede servir de pretexto para extraer conclusiones, para poner en claro algunas de las enseñanzas que ese ir y venir a través del lenguaje deja en quienes aman la literatura

Por Antonio Muñoz Molina

1 He aprendido que la ficción no tiene por qué ser la forma superior de la literatura narrativa. Quizás una novela sólo deba escribirse cuando no queda más remedio: cuando lo que hace falta decir sólo puede ser dicho inventando.

2 He aprendido las ilimitadas posibilidades expresivas que contiene el relato estricto de ciertos hechos: muchas de las mejores páginas de literatura que he leído en este tiempo pertenecen a libros de historia, a memorias, a biografías, a textos de divulgación científica, a artículos o reportajes de periódico.

3 He aprendido las ventajas de sumergirse en otro idioma: en el viaje de ida se descubre la música propia de otras lenguas y la voz verdadera de escritores a los que uno creyó conocer bien leyendo traducidos; en el viaje de vuelta uno se vuelve más sensible a la poesía implícita en su propia lengua, que antes no siempre advertía.

4 He aprendido algo que le oí decir a Salman Rushdie en Granada, en 1995: mientras escribe una novela un escritor de prosa debe leer mucha poesía, para aprender de su disciplina verbal y no dejarse llevar por la autoindulgencia palabrera. En la poesía se aprende precisión.

5 He aprendido a desconfiar del estilo, que cuando no es sino el sonido singular de la propia voz puede convertirse en una colección de muletillas, automatismos y parodias de lo que uno mismo ya ha escrito.

6 He aprendido que uno debe desconfiar de sus facultades, reales o presuntas, y sacar todo el provecho que pueda de sus limitaciones.

7 He aprendido que escribir es empeñarse y es dejarse llevar en la misma medida en que es contar algo que se sabe y también aventurarse en lo que no se sabe y no habrá manera de que llegue a saberse si no es mediante la escritura misma.

8 He aprendido que la percepción del lector común aficionado a la literatura tiende a ser más aguda y más libre de prejuicios que la de la media de los expertos, críticos o profesores.

9 He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos: quizás si Virginia Woolf no hubiera sido una mujer yo no habría tenido que llegar a los cincuenta años para descubrir la radicalidad estética y la hondura humana de novelas como Mrs. Dalloway o To The Lighthouse.


10 He aprendido que por muchos años que uno cumpla y mucha familiaridad crea tener con la literatura siempre está haciendo descubrimientos jubilosos que lo deslumbran, como un geógrafo o un explorador al que le fuera dado descubrir una nueva montaña, un nuevo continente: así encontré hace unos años Vida y destino, de Vasili Grossman, que era como un Everest en el que casi nadie hubiera reparado, o Under the Volcano, que debí haber leído cuando era más joven, pero que tal vez por la edad a la que llegué a ella me hizo una impresión todavía más profunda.


11 He aprendido que en la música o en la pintura -y en la fotografía, y en el dibujo- se contienen lecciones fundamentales para mi oficio de escribir: en la música un sentido de la composición y del flujo del tiempo que organiza el relato de una manera más flexible y menos evidente que la trama argumental; de la pintura, una disciplina de la observación y el espacio. En el dibujo y en la música de jazz hay un aprendizaje específico, o tal vez sólo un propósito: el instante atrapado en un instante; el acto mismo de la escritura como momento supremo, presente soberano que no existía antes ni será posible, al menos de la misma forma, un minuto después.

12 He aprendido que los únicos estimulantes que necesito para escribir están dentro de mí mismo, en la orgía electroquímica de los neurotransmisores que combinan súbitamente imágenes del recuerdo o de la fantasía en un sueño lúcido. Por comparación con esa efervescencia el efecto de cualquier droga, de la nicotina o del alcohol es una bagatela, un gasto inútil de energía física y mental.

13 He aprendido que el ejercicio físico y las tareas prácticas ayudan a que se dispare la imaginación y a que las ideas, las imágenes, las conexiones, las palabras, surjan más velozmente. Gracias a la ebriedad de oxígeno de una carrera o de una buena caminata o a la atención alerta y la multiplicidad de pequeñas tareas necesarias para cocinar un arroz he inventado personajes o situaciones o giros argumentales que de otra manera no habrían surgido.

14 He aprendido que una parte muy grande del trabajo de escribir un libro se ha ido haciendo sin que uno se diera cuenta mucho antes de que comience la escritura. El proyecto de una novela o de cualquier texto narrativo sólo vale algo cuando es el resultado de la cristalización de experiencias, lecturas, imágenes, recuerdos, deseos, que de pronto se hacen visibles y se vinculan entre sí como en un mapa de conexiones neuronales.

15 He aprendido que ninguna vivencia, ninguna historia, es en sí misma tan particular o tan local que no pueda hacerse universalmente inteligible; y también que nada hay tan provinciano como ciertas formas enfáticas de cosmopolitismo.

16 He aprendido que en cada generación hay un cierto número de escritores jóvenes que llegan a convencerse, con la ayuda de algunos periodistas y críticos, de que su juventud no es un hecho transitorio y bastante frecuente, sino un rasgo absoluto de originalidad y talento.

17 He aprendido que de todos los personajes que inventa un novelista el menos sólido, el menos verdadero, el más convencional, suele ser el personaje público en el que se convierte a sí mismo.

18 He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.

19 He aprendido que nada más terminado un libro ya empieza a convertirse en un remordimiento que unas veces se cura con el tiempo y otras no, y para el que solo existe el antídoto de empezar otro libro en el que será posible no cometer los mismos errores: si hay suerte, se cometerán errores distintos.

20 He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años: escribir, leer, mirar cuadros o películas, escuchar música, pasearme por las ciudades que amo, estar cerca de las personas queridas, acordarme de las que se fueron, que a veces vuelven en los sueños; y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo otros veinte años, qué historias de las que ahora no sé nada surgirán en la imaginación y se convertirán en libros, no necesariamente novelas, libros que se parezcan tan poco a los que he escrito ahora como mi vida presente a la de hace veinte años.


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